Fue hasta los 40 años, con mi matrimonio como soporte vital y la espalda lesionada y débil, cuando me convertí en un devoto del océano.
Alguien sugirió que nadar podría ser mi salvación, así que me dirigí a la costa, donde el océano era frío y salvaje y, a pesar de su cercanía a una gran ciudad, estaba más lleno de vida de lo que esperaba. Aquel día el agua era cristalina. Conté 50 mantarrayas en el fondo arenoso y quedé enganchado de por vida. Desde entonces, he nadado entre juguetonas focas, curiosos leones marinos, ballenas migratorias y delfines surfistas.
Nado y buceo para desaparecer en otro mundo en el que ni siquiera los teléfonos más inteligentes pueden funcionar. Nado para ponerme a prueba, para aprender importantes lecciones sobre cómo mantener la calma cuando fuerzas más grandes que yo me tienen en sus garras. Hay audacia y resolución de problemas y autosuficiencia, pero también un gran amor por el profundo misterio que es el océano, todos los océanos.
Todos nosotros somos criaturas de agua salada. El océano tiene aproximadamente 3% de sal, similar a la salinidad del líquido amniótico. Al igual que la propia Tierra, somos mayoritariamente agua salada, cada segundo que respiramos nos lo proporciona los océanos. Un recurso en apariencia infinito del que hemos dependido para el transporte, el comercio, la alimentación, el deporte, la diversión y una especie de bálsamo emocional desde que salimos de las profundidades. El océano es también el mayor sumidero de carbono de la Tierra.
Toda la vida depende de la salud de los ecosistemas marinos y, sin embargo, con demasiada frecuencia, tomamos más de lo que necesitamos y los tratamos como un vertedero. Por eso lucharé por ellos, contaré sus historias siempre que pueda, y nadaré y bucearé tan a menudo como sea posible.